¿El Concilio Vaticano II un problema de interpretación?
Concilio Vaticano II 1962-1965
Antes de considerar el Vaticano II en detalle, es necesario comprender justamente lo que es un concilio general o ecuménico. Es, como Hubert Jedin lo definió en 1960:
«Una asamblea de obispos y de otras personas específicas investidas con jurisdicción, convocados por el Papa y presididos por él, con el propósito de formular decisiones sobre cuestiones de fe cristiana, o de disciplina eclesiástica. Estas decisiones, sin embargo, requieren confirmación papal... Ha sido siempre el deber más elevado de un concilio asegurar la proclamación de la fe delimitando la doctrina católica de los errores contemporáneos. Ha habido concilios de los cuales no salió ningún canon disciplinario, pero ninguno en el cual no fuera rechazado algún error.»
El Vaticano II en tanto que concilio ecuménico fue inusual de varios modos. Fue el primer concilio «ecuménico» que invitó a «observadores» a participar en sus procedimientos. Fue el primer concilio en ser declarado «pastoral» y no «dogmático». Fue el primer concilio que ni delimitó la doctrina católica de los errores contemporáneos, ni dictó cánones disciplinarios. Fue el primer concilio que se apartó claramente de la enseñanza de los concilios ecuménicos anteriores -tanto que el Cardenal Suenens ha afirmado que fue como la Revolución Francesa de la Iglesia; y el teólogo Y. Congar le ha igualado a la revolución de octubre de 1917 en Rusia. Finalmente, al clausurar el concilio, Pablo VI afirmó: «La autoridad de enseñanza de la Iglesia, aun no deseando emitir pronunciamientos dogmáticos extraordinarios, ha hecho enteramente conocida su enseñanza autorizada... Todo cuanto ha sido establecido sinodalmente (por el Vaticano II) ha de ser observado religiosamente por todos los fieles». Presentando esto así, retira los contenidos de los documentos del Vaticano II de la jurisdicción de la doctrina de fide, y, sin embargo, al mismo tiempo «vincula» al católico a su aceptación por la simple «obediencia».
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En cuanto a los documentos mismos, hay dieciséis, y todos los dieciséis son considerados como «establecidos sinodalmente» -es decir, aprobados por los padres presentes en el concilio. Ahora bien, estos dieciséis documentos son denominados como «Constituciones», «Decretos» y «Declaraciones». A pesar del hecho de que algunas de las «Constituciones» son calificadas de «dogmáticas», el Vaticano II como un todo es, por decreto, «pastoral». Siendo pastoral es «no dogmático» y, a lo sumo, es entonces una especie de instrucción, una suerte de sermón, que no implica por sí mismo ninguna infalibilidad. Por esto es por lo que el Cardenal Felici, anteriormente secretario de la curia y secretario general del concilio, afirmó que los documentos del concilio son de jure pero no de fide. A pesar de esto, Pablo VI se ha referido en varias ocasiones a este concilio como «el más grande de todos los concilios», incluso más grande que el concilio de Trento o Nicea (el cual es, por supuesto, de fide). Sin embargo, no está en modo alguno satisfecho con lo que el concilio llevó a cabo, pues ha afirmado, «los decretos conciliares no son tanto un destino como un punto de partida hacia nuevos objetivos... Las semillas de vida plantadas por el concilio en el suelo de la Iglesia deben crecer y alcanzar plena madurez». Como ha dicho el Cardenal Suenens, «El Vaticano II es una etapa, y no un término». Y, sin embargo, inclusive en su calidad de etapa, representó «una Revolución Francesa dentro de la Iglesia».
Pocos negarán que las «nuevas directrices» que la Iglesia posconciliar ha tomado encuentran sus raíces en este concilio. Como dice Avery Dulles:
«El Vaticano II adoptó varias posiciones que habían sido enunciadas por las Iglesias de la Reforma, p.e. la primacía de las Escrituras, la eficacia sobrenatural de la palabra predicada, el sacerdocio del laicado y la liturgia en lengua vernácula.»
Esta no es tampoco una opinión aislada. El Cardenal Willebrands, legado de Pablo VI a la Asamblea Luterana Mundial en Evian, afirmaba en julio de 1970:
«¿Acaso el concilio Vaticano II mismo no ha dado la bienvenida a algunas peticiones que, entre otros, fueron expresadas por Lutero, y a través de las cuales muchos aspectos de la fe cristiana son mejor expresados hoy día que en el pasado? Lutero dio a su época un impulso extraordinario en teología y en vida cristiana.»
Para citar al Cardenal Suenes de nuevo:
«Es posible extraer una lista impresionante de tesis que Roma ha enseñado en el pasado y hasta ayer mismo como siendo las únicas válidas, y que los padres del concilio han desechado.»
¿Un problema de Hermenéutica?
Uno debe preguntar como fue que tales cambios drásticos pudieron tener lugar en una «Iglesia inmutable». Hay, por supuesto, muchos que pretenden que tales afirmaciones son exageradas, que no ha habido ningún cambio significativo, y que no es el Vaticano II, sino los teólogos modernos con sus «abusos» quienes han de ser culpados. Estos mismos dicen que las afirmaciones del concilio son mal interpretadas y muchas afirmaciones aceptables y ortodoxas provenientes de los documentos son aportadas en defensa de esta aseveración. La réplica a estos contenciosos no es difícil, sin embargo. El padre Wiltgen que era «director de propaganda internacional en Roma» para el concilio y que «fundó durante el Vaticano II un servicio de noticias del concilio, plurilingüe e independiente» ha escrito una historia de los procedimientos del concilio titulada The Rhine flows into the Tiber. En tanto que prueba los logros del concilio, su texto ha devenido una fuente de información valiosa. Su información está confirmada por muchas otras fuentes. Como resultado, tenemos una descripción «baza por baza» de cómo los teólogos «liberales» capturaron el concilio.
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Lo que fue proclamado por la prensa del mundo como un «estallido espontáneo del sentimiento liberal», fue de hecho, como lo han señalado varios autores, parte de un plan predeterminado para subvertir el concilio.
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Hemos llamado ya la atención sobre el papel que Juan XXIII jugó al preparar la escena. La mayor parte de los padres no eran teólogos bien versados, y vinieron al concilio «psicológicamente desprevenidos» (Cardenal Heenan) y «como a tientas» (Obispo Lucey). Otras «jerarquías vinieron al concilio sabiendo lo que querían y habiendo preparado el medio de lograrlo» (Obispo Lucey). La empresa fue sorprendentemente fácil. Como ha afirmado el Cardenal Heenan, «Apenas había comenzado la Primera Congregación General cuando los obispos nórdicos entraron en acción». Como ha afirmado Brian Kaiser, «los cardenales Suenens, Alfrink, Frings, Doepfner, Koenig, Lienart y Bea se hablaron por teléfono» la noche anterior, y recibieron garantías de Juan XXIII de que sus planes tenían su aprobación. En el intervalo de quince minutos a partir de la apertura de la primera sesión, los años de trabajo preparatorio y la lista que se sugirió en cuanto a los individuos para las diferentes comisiones fueron desechados. Esto ha sido llamado por muchos «la primera victoria» de la «alianza europea», y fue descrita en los periódicos como «obispos en rebelión». Lo que siguió ha sido descrito como un Blitzkrieg (Michael Davies) y como un «ejercicio de demolición» (Henri Fresquet). Fue solamente un asunto de tiempo y de maniobra antes de que los elementos liberales se hicieran cargo de las diez comisiones que controlaron los diferentes esquemas presentados a votación. La «Presidencia del concilio» establecida por Roncalli era inútil -y así es como él quería que fuera. En lugar de intervenir del lado de la «tradición», facilitaba el que las cosas se desenvolvieran como él deseaba, interviniendo solamente cuando era necesario sostener a las «fuerzas democráticas».
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Inicialmente, cualquier padre, individualmente, podía levantar su objeción a las afirmaciones de los diferentes esquemas. Pronto esto fue limitado a diez minutos. Cuando la oposición recogió a la pandilla modernista, quienes estaban en el control requirieron que habían de ponerse de acuerdo cinco padres y hablar así en grupo. En poco tiempo el número fue elevado a setenta. Pronto todas las objeciones hubieron de ser sometidas por escrito a las diferentes comisiones que a su vez permitieron considerables maquinaciones «entre bastidores» y la supresión o la «nueva redacción» de aquellas objeciones que no pudieron ser ignoradas. Una petición firmada por alrededor de cuatrocientos padres pidiendo la condena del comunismo, simple y convenientemente se perdió. Las quejas hechas directamente al Papa fueron ignoradas, y en ocasiones el Papa intervino directamente para hacer fuerza a través de un voto determinado. Tanto la prensa como las múltiples organizaciones liberales de dentro y fuera de la Iglesia desarrollaron una propaganda de peso a favor de la «liberalización» de la Iglesia. Los Cardenales Frings y Liniert y los miembros de la «alianza nórdica» fueron los héroes, mientras que Ottaviani y los miembros conservadores de la curia fueron los «malvados» que se interponían «en la senda del progreso». La mayoría de los padres presentes eran dignatarios de la Iglesia en lugar de teólogos, y de aquí que fueran excesivamente dependientes de los periti o expertos que casi invariablemente estaban en el campo «neomodernista». Una lista de estos periti incluiría a casi todos los bien conocidos teólogos heréticos ya sancionados por el Santo Oficio en tiempos del papa Pío XII. Frecuentemente no se daba el tiempo suficiente para la adecuada discusión de los problemas, y muchos de los padres admitieron que habían votado junto con la mayoría sin haber leído en absoluto los esquemas o las enmiendas en cuestión. Como ha afirmado el Dr. Moorman, líder de la delegación anglicana, «había una división muy real entre los padres, un profundo sentimiento de que dos grandes fuerzas estaban en liza y de que esto no era solo un choque de opiniones, sino un choque de políticas e incluso de moralidades». Pero, como ya lo hemos destacado, las fuerzas tradicionales estaban «psicológicamente desprevenidas», y las fuerzas liberales «vinieron al concilio sabiendo lo que querían y habiendo preparado el medio de lograrlo». La ofensiva se desarrolló muy rápidamente, y fue solo hacia al final del concilio cuando los padres ortodoxos fueron capaces de organizarse, pero para cuando el Coetus Internationalis Patrum devino una fuerza cohesiva, era ya demasiado tarde.
Imagen: Juan XXIII en el Concilio Vaticano II
Solo quedaba un problema mayor. Los liberales en el concilio tenían que expresar sus opiniones de una manera que no fuera clara y abiertamente herética. (Esto habría creado una oposición y resistencia mucho más vigorosa). La solución era la afirmación ambigua. Siempre que se levantaban protestas contra tales prácticas, el objetor era informado de que el concilio era «pastoral» y no «dogmático». Lo que resultó ha sido descrito en palabras del Arzobispo Lefebvre como «un conglomerado de ambigüedades, de inexactitudes, de sentimientos vagamente expresados, de términos susceptibles de cualquier interpretación y una amplia apertura de todas las puertas». Hay, por supuesto, muchas afirmaciones en los documentos que parecen buenas, pues es característico de todo error venir encubierto con el manto de la ortodoxia, por mencionar la introducción de Lumen Gentium, que aparenta ser la confirmación de la doctrina tradicional. Los documentos mismos son prolijos, llenos de vaga fraseología y de sicologismos. Frecuentemente se usan términos (tales como «historia de la salvación») que son capaces de ser definidos en una multitud de modos. Las afirmaciones hechas en un parágrafo son adaptadas algunos parágrafos después con el fin de que devengan posibles múltiples interpretaciones. En justicia hacia los liberales, hay que decir que algunos de los periti tales como Yves Congar y Schillebeeckx desaprobaban tales métodos y deseaban afirmar el punto de vista liberal abierta y claramente. Por supuesto, fueron sometidos. Para que el lector no crea que esta opinión es injusta, citaré al profesor O. Cullmann, uno de los observadores protestantes más distinguidos en el concilio:
«Los textos definitivos son en su mayor parte textos de compromiso. En muchísimas ocasiones yuxtaponen puntos de vista sin establecer ningún genuino vínculo interno entre ellos. Así, toda afirmación del poder de los obispos es acompañada de una manera casi tediosa por la insistencia sobre la autoridad del Papa... Esta es la razón por la cual, aunque aceptando que estos son textos de compromiso, yo no comparto el pesimismo de aquellos que se suscriben al eslogan de que: “¡Nada saldrá del concilio!” Todos los textos son formulados de una manera tal que no cierran ninguna puerta y no presentan ningún obstáculo futuro a las discusiones entre los católicos o al diálogo con los no católicos, como fue el caso con las decisiones dogmáticas de los concilios anteriores.»
Es entonces la ambigüedad de la mayor parte de las afirmaciones la que permite cualquier interpretación que uno quiera. Aquellos que quieran subscribir las tesis más liberales y extremas del modernismo pueden hacerlo así sobre la base del Vaticano II, mientras que aquellos que se inclinan hacia la ortodoxia pueden citar pasaje tras pasaje para mostrar que el concilio «no ha cambiado nada». Como dice Michael Davies de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia Gaudium et Spes, «contiene una gran cantidad de terminología católica tradicional y ortodoxa bien calculada para inspirar confianza. Tal confianza, sin embargo, con toda probabilidad ha de debilitarse cuando uno se da cuenta de cuán grato es el documento tanto para los “ecumenistas” católicos como para los protestantes. Si el documento es tan sano como aparece, entonces ¿por qué le alaban aquellos que rechazan la enseñanza católica?» Y cómo podría ser de otro modo cuando, como dice el Cardenal Heenan, las diferentes comisiones estuvieron en posición «de extenuar a la oposición y de producir una fórmula capaz de una interpretación tanto ortodoxa como modernista». Lo que resultó, para usar las palabras del Obispo McVinney al tratar la Constitución Pastoral sobre la Iglesia “Lumen Gentium”, fue «un compromiso dudoso con todo lo que subyace en la base misma de los males que afectan ahora a la humanidad».
Inclusive prescindiendo de las afirmaciones efectivas, hay un «animus» en los documentos que es «ofensivo para los oídos piadosos». Hay, como ha dicho el Cardenal Suenens, «una lógica interna en el Vaticano II que en varios casos ha sido empuñada y puesta en obra, mostrando en la práctica de todos los días la prioridad de la vida sobre la ley. El espíritu que hay detrás de los textos era más vigoroso que las palabras mismas». Es esta corriente subterránea la que ha brotado como «el espíritu del Vaticano II», un «espíritu» que acepta casi todos los conceptos modernistas -el «progreso», la «evolución dinámica» y el «universalismo». Como ha dicho Avery Dulles, S.J., uno de los periti del Vaticano II, «sin hacer uso del término de “revelación continua”, el Vaticano II ha permitido algo de esta especie». Donald Campion, S.J., otro periti, y traductor de la Gaudium et Spes, ha dicho: «Aquí, como en otras partes, es fácil reconocer la compatibilidad de los conocimientos desarrollados por pensadores tales como Teilhard de Chardin en su Divine Milieu con la perspectiva fundamental del concilio...». Finalmente, ha de ser destacado como el observador protestante Dr. McAfee Brown afirma, estos dieciséis documentos son prolijos en una medida extrema, y que como dice Michael Davies, muchos de ellos «consisten en poco más que una larga serie de las perogrulladas más banales imaginables». En la traducción suman 739 páginas de letra pequeña (en contraposición a las 179 páginas en letra grande del concilio de Trento y a las 45 páginas del Vaticano I). Es virtualmente imposible para el católico medio leerlos con cuidado, incluso si se provee, como ha destacado el padre Houghton, «con un suministro suficiente de antisoporíferos»
Para comprender la naturaleza real del Vaticano II el lector debe reconocer que lo que allí ocurrió no fue un «debate» entre las facciones conservadoras y liberales de la Iglesia -como si hubiera una gama de opiniones a partir de la cual los fieles pudieran escoger- sino más bien una lucha entre aquellos que sentían que era su obligación conservar intacto el «depósito de la Fe» entero, y aquellos que se inclinaban a adaptar la cristiandad al mundo contemporáneo; una batalla sostenida entre aquellos que ven a la Iglesia Católica Romana como la Iglesia «visible» fundada por Cristo, y por la tanto una iglesia que tiene derecho a algunos privilegios (se los reconozca el mundo o no), y aquellos que sentían que «todos aquellos bautizados en Cristo... Tenían acceso a la comunidad de la salvación», que las diferencias de credos eran irrelevantes, y que soñaban con una «unión» ecuménica de «todos los hombres de buena voluntad» en una «cristiandad rejuvenecida». La Iglesia de Todos los Tiempos perdió esta batalla en el concilio, pero la lucha continúa todavía, algunas veces con escaramuzas menores, y otras en guerra abierta. La Escritura nos informa del resultado final que ha de anticiparse.
Con estos hechos en la mente pasaremos a examinar ahora algunos de los documentos conciliares con mayor detalle. Considérense las citas siguientes, tomadas en su mayor parte de la Gaudium et spes «Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno», el documento que Pablo VI considera uno de los más importantes, y un documento en el cual él jugó personalmente un importante papel:
«La humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva.» (Párr. 5).
«(La Iglesia) cree igualmente que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro.» (Párr. 10).
« Es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes y los valores naturales. Siempre, pues, que se trata de la vida humana, naturaleza y cultura se hallan unidas estrechísimamente.» (Párr. 53).
«En todo grupo o nación, cada día es mayor el número de hombres y de mujeres que son conscientes de que son ellos los autores y promotores de la cultura de su comunidad. Así, somos testigos del nacimiento de un nuevo humanismo, en el cual el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia.» (Párr. 55).
«La cultura de hoy día posee características particulares: las ciencias exactas cultivan al máximo el juicio crítico; la reciente investigación psicológica explica más profundamente la actividad humana; los estudios históricos contribuyen mucho a que las cosas se vean bajo el aspecto de su mutabilidad y evolución... Así, poco a poco se va gestando una forma de cultura más universal, que tanto más promueve y expresa la unidad del género humano cuanto mejor sabe respetar las particularidades de las diversas culturas.» (Párr. 54).
«La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. Porque el comienzo, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza tiene absoluta necesidad de la vida social.
»La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. De aquí que a través de su trato con los demás, de sus deberes recíprocos y del diálogo fraternal, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación.» (Párr. 25).
«Así, por medio de sus hijos y por medio de su comunidad entera, la Iglesia puede ofrecer gran ayuda para dar un sentimiento más humano al hombre y a su historia. Además, la Iglesia Católica de buen grado estima mucho todo lo que en este orden han hecho y hacen las demás Iglesias cristianas o comunidades eclesiásticas con su obra de colaboración.» (Párr. 40).
«Ha placido a Dios santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin lazo mutuo alguno, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Así, desde el comienzo de la historia de la salvación Él ha escogido hombres, no solamente en cuanto individuos, sino también en cuanto miembros de una determinada comunidad. Dios llamó a estos escogidos Su Pueblo... Este carácter comunitario es perfeccionado y consumado en la obra de Jesucristo.» (Párr. 32).
«La Iglesia reconoce, además, cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad, el proceso de una sana socialización civil y económica. La promoción de la unidad concuerda con la misión íntima de la Iglesia, ya que ella es en Cristo como sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano.» (Párr. 42).
«Como el mundo entero tiende cada día más a la unidad civil, económica y social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los obispos y del Sumo Pontífice, eviten toda causa de dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de Dios.» (Párr. 43).
Pablo VI y los 6 ministros protestantes que participaron en el Concilio
Tal es entonces una selección de las afirmaciones -y cada una, de una extensión suficiente como para invalidar la acusación de que se han tomado fuera de contexto- que los católicos posconciliares deben «observar religiosamente» si desean considerarse a sí mismos en «obediencia». ¿Qué evidencia hay para la pretensión de que «la raza humana ha pasado de un concepto de la realidad más bien estático a otro más dinámico y evolucionista»? ¿Y cuán cristiano es este «nuevo humanismo» de cuyo nacimiento somos testigos, cuando es definido «ante todo por la responsabilidad del hombre hacia sus hermanos y hacia la historia»? Ciertamente, la primera responsabilidad del hombre es hacia Dios, su Creador. ¿Y desde cuándo el hombre «se eleva a su destino» a través de «los deberes recíprocos y del dialogo fraternal» sólo? ¿En qué lugar de las Escrituras se nos enseña que somos salvados «como miembros de una comunidad», en vez de como individuos? ¿Y desde cuándo la función de la Iglesia ha sido hacer «más humana a la familia del hombre y su historia»? ¿Y qué es toda esta palabrería sobre «unidad», sobre el «proceso de sana socialización» que «pertenece a la naturaleza más interior de la Iglesia» y que permite la «extirpación de todo motivo de división» que pudiera impedirla? No hay que sorprenderse entonces de que el observador protestante Dr. Mcafee Brown haya dicho que «hay inclusive insinuaciones ocasionales de que los padres conciliares han prestado oído al evangelio de Marx tanto como al Evangelio de Mark [Marcos]». Verdaderamente, como ha dicho el padre Campion, traductor de este documento, «El aggiornamento teológico significa mucho más que una nueva redacción de la enseñanza teológica convencional en terminología contemporánea».
Ahora bien, hay muchas áreas en las cuales el Vaticano II se aparta de la enseñanza tradicional de la Iglesia. Considérense las siguientes afirmaciones, que están en contradicción directa con el Syllabus de los Errores:
«La libertad religiosa tiene su fundamento en la dignidad de la persona humana. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en la ley constitucional por la cual es gobernada la sociedad» (Decreto sobre la libertad religiosa). «Los hermanos separados de nosotros cumplen también muchas de las sagradas acciones de la religión cristiana. Indudablemente, en modos que varían según la condición de cada Iglesia o comunidad, estas acciones pueden engendrar verdaderamente una vida de gracia y pueden ser enteramente descritas como capaces de proveer acceso a la comunidad de la salvación» (Decreto sobre el ecumenismo). «El testimonio de la unidad de la Iglesia prohibe muy generalmente a los cristianos la adoración común, pero la gracia que se ha de obtener de ella ordena esta práctica algunas veces... Para este propósito son valiosísimos los encuentros de los dos lados, especialmente para la discusión de los problemas teológicos -donde el uno puede tratar con el otro en un nivel de igualdad» (Unitatis Redintegratio)
Siguiendo la «lógica interna» del documento, el padre Avery Dulles, S.J., profesor de Teología en la Universidad Católica de América, un «perito» de cierta distinción, y un traductor de los documentos en cuestión, ha afirmado:
«¿Acaso Dios se revela de otro modo que a través de las religiones del mundo, haciendo posible así que los “no creyentes” hagan un acto de fe? Los documentos del Vaticano II, aunque no responden directamente a esta cuestión, abren la posibilidad de una respuesta afirmativa. La “Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium”, después de tratar las oportunidades para la salvación en las diferentes religiones, agrega que esta posibilidad es válida inclusive para el ateo sincero o para el agnóstico consciente: “La divina Providencia no niega tampoco la ayuda necesaria para la salvación a aquellos que, sin culpa por su parte, no han llegado todavía a un conocimiento explícito de Dios, pero que se esfuerzan por vivir una vida buena, gracias a su Gracia”. La “Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno” confirma esta doctrina asegurando que la gracia actúa de un modo invisible en los corazones de todos los hombres de buena voluntad. En estos textos, y otros similares, los teólogos católicos encuentran un reconocimiento oficial por parte de la Iglesia de que es posible un acto de fe salvadora sin ninguna creencia explícita en la existencia de Dios o sin ninguna afiliación religiosa».
Ahora bien, inclusive si no llevamos las cosas tan lejos como para afirmar que «es posible un acto de fe salvadora sin ninguna creencia explícita en la existencia de Dios», las diferentes enseñanzas del «Documento sobre la libertad religiosa» tienen consecuencias de largo alcance. El «animus» de los documentos es que los demás cristianos (y comunidades) son gente buena. Si están bautizadas en Cristo, «todos aquellos justificados por la fe a través del bautismo están incorporados en Cristo. Por lo tanto tienen derecho a ser honrados con el título de cristianos», y deben ser tratados en «igualdad» aquellos cuyo único defecto es que no se han juntado en la «unidad visible» de la Iglesia, a menudo a causa de razones históricas o políticas. La Iglesia debe hacer por lo tanto todos los esfuerzos por atraerlos dentro de esa unidad a fin de que podamos progresar todos dichosamente hacia ese tiempo en que «toda la raza humana pueda ser introducida en la unidad de la familia de Dios». Esto significa que las divergencias doctrinales han de ser suprimidas -«extirpando todo motivo de división»- y que todo lo que se requiere es «sinceridad» y «buena voluntad». Puesto que incluso los ateos «tienen acceso a la comunidad de salvación», claramente se sigue que, como enseñan los documentos, «el hombre ha de guiarse por su propio juicio y ha de disfrutar de libertad» en sus decisiones religiosas. No ha de emplearse ninguna «coerción» en el trato con el hombre (entendiéndose «coerción física», pero nada se dice de las demás formas de coerción que son completamente familiares al mundo moderno); y toda secta religiosa es libre de propagar sus propios puntos de vista. Incluso aquellas naciones que son totalmente católicas han de invitar a protestantes y comunistas y darles el derecho -tanto civil como legal- de propagar libremente sus enseñanzas anticatólicas.
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Verdaderamente, como el Documento afirma, si «Él mismo (Cristo), advirtiendo que se había sembrado cizaña juntamente con el trigo, mandó que se les dejara crecer a ambos hasta el tiempo de la siega, que tendrá lugar al fin del mundo». Así pues, a la «cizaña», o a la herejía a la cual simboliza, ha de serle permitido crecer -sin oposición y sin desraizarla por parte de los fieles cristianos. Finalmente, no contentos con haber concedido todo esto, se instruye a los fieles en que deben comprometerse en una communicatio in sacris activa -es decir, que deben unirse en un culto común con los heréticos. Ahora bien, ¿cómo puede una organización que cree que fue fundada por Cristo, que cree que sus ritos son de origen divino y que cree que su existencia misma está vinculada a su función de conservación de este depósito, animar a sus miembros a unirse a unas formas de culto que son de origen puramente humano como son las liturgias ecuménicas o jornadas de oración interreligiosa? La communicatio in sacris activa ha estado siempre prohibida para los católicos. El canon de la Ley la prohibe como pecado mortal (canon 1258). Está, además, prohibida por S. Pablo:
«No llevéis el yugo en compañía de los infieles. Pues ¿qué compañía tiene la justicia con la injusticia? O ¿qué comunión la luz con las tinieblas? Y ¿qué concordia hay entre Cristo y Belial? O ¿qué parte tiene el creyente con el infiel?»
Pablo VI y el hereje Edward Schillebeeckx perito del Concilio
Sobre todo, la communicatio in sacris activa por parte de un católico le compromete en una ADORACIÓN FALSA y como tal se considera teológicamente que va contra el primer Mandamiento. Y si admitimos el principio de que los derechos de la Verdad han de ser sacrificados en aras de algún bien menor -como el de «las exigencias de la caridad nos fuerzan fuera de los límites de la ortodoxia» de Pablo VI- entonces hemos de dejarlo todo al «juicio privado» del individuo. El divorcio, al aborto, la administración de la muerte por conveniencia social, el genocidio y todos los horrores del mundo moderno se seguirán rápidamente.
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En cuanto a que la Iglesia trate a aquellos que discrepan teológicamente con ella en un «nivel de igualdad», como enseña el Vaticano II, ¿cómo pueden aquellos que hablan con las palabras de S. Agustín, de Sto. Tomás de Aquino y de Casiano tratar en un «nivel de igualdad» con deterministas económicos, con comunistas y ateos de toda condición? Ni tampoco puede la jerarquía permitir que la herejía se extienda en lugares donde está en situación de impedirlo. «No oponerse al error es aprobarlo y no defender la verdad es suprimirla» (San Felix III). La idea de que «la libertad de conciencia y de culto es el derecho propio de cada hombre, y debe ser proclamada y afirmada por la ley en todas las sociedades correctamente establecidas...» fue específicamente condenada por el Papa Pío IX en su Quanta Cura, y el Papa Gregorio XVI se refirió a ella como «demencia».
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La Iglesia está sujeta por su naturaleza misma a sostener y fomentar a todo estado que abrace abiertamente la fe católica. Puede por ella misma, o por los gobiernos que aprueba, tolerar o permitir que el error coexista, pero nunca de tal modo que de la impresión de que existe algo semejante a un derecho dado por Dios para cometer el pecado o para abrazar lo que es falso. Debe mostrarse claramente como detentando y enseñando la «plenitud de la fe» que Cristo le confió, y utilizar todos los esfuerzos razonables no solamente para convencer a otros de la corrección de su posición, sino tomar también las medidas adecuadas para impedir que otros corrompan sus doctrinas y confundan a los fieles. Cuando la jerarquía deja de hacer esto, deja de hacer prueba de caridad tanto hacia quienes están dentro de su seno como hacia aquellos que están fuera. Y si esto es verdad para la Iglesia, es igualmente verdad para la familia. Y si la denominada "iglesia conciliar" (ocupación modernista ) concede a las demás «Iglesias hermanas» y a cualquier «comunidad eclesiástica» un status igual o similar al suyo, ¿cómo puede entonces pretender el derecho, no ya la obligación, de efectuar conversiones? (Recordar los acuerdos de Balamand entre Católicos y cismaticos griegos).
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La Iglesia busca las conversiones, porque cree que ella es la única Iglesia verdadera, y el medio establecido por Nuestro Señor para la salvación de los hombres. Al igual que solamente hay un único Salvador verdadero, hay solamente una única Iglesia verdadera, fuera de la cual no hay salvación.
Vinculados a estas falsas ideas sobre el ecumenismo hay varias «muletillas» que recurren con considerable frecuencia a lo largo de los documentos del concilio, y que se encuentran posteriormente en los dichos del clero posconciliar. Frases tales como «libertad de conciencia», «libertad» a secas y «la dignidad de la persona humana», tiene a su alrededor un aura casi «supersticiosa» para el modernista y el liberal. Debería estar completamente claro para un católico que la dignidad de una persona no consiste en modo alguno en su libertad. Puesto que la libertad es un medio, la libertad es buena en la medida en que está regulada por lo que es bueno y verdadero. Por esto es por lo que ha dicho Nuestro Señor, «la Verdad os hará libres», y no «la libertad os llevará a la Verdad». En la medida en que una persona utiliza mal su intelecto, o extravía su voluntad, pierde su dignidad (y actúa de una manera indigna). Nuestra dignidad deriva del hecho de que nosotros estamos hechos «a Su imagen», pero para ser dignos debemos conformarnos a esta imagen. Si dejamos de hacerlo así, incluso si no somos culpables (como ocurre en el demente), nunca podremos ser dignos. Finalmente, no debe olvidarse que la mayor parte de la gente que utiliza la frase «libertad de conciencia» lo que realmente quieren decir es «libertad para no tener conciencia». (¿Qué «libertad de conciencia» es la que condujo al martirio de los católicos ingleses, o a la ruptura de Lutero de su voto de celibato -un voto que hizo a Dios y no a la Iglesia?).
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Si verdaderamente hemos de ser «libres» y «dignos», debemos tener una sola voluntad e intelecto y ser guiados por lo que es «bueno» y «verdadero». Y por esto es por lo que la Iglesia debe ser intransigente e indiscutible al instruirnos y guiarnos. También por esto es por lo que la Iglesia misma no puede apartarse de las enseñanzas tradicionales transmitidas desde los apóstoles, puesto que ella debe ser guiada a su vez por lo que es «bueno» y «verdadero», lo cual es Cristo mismo. Si se entendiera que el hombre debe «utilizar efectivamente su propio juicio» en cuestiones religiosas, entonces uno debe preguntar, «¿Por qué Cristo descendió del cielo y murió en la Cruz? ¿Por qué fundó Cristo una Iglesia «visible» y la instruyó para que conservara Su enseñanza? ¿Por qué fue establecida una sucesión apostólica? ¿Puede haber una desviación mayor de la enseñanza tradicional de la Iglesia que esta proclamación abierta del «juicio privado» como una fuente de la verdad? Todavía, a pesar de esto, hemos de oír las palabras tranquilizadoras de la Iglesia conciliar: «Nada de fide ha sido cambiado». Por el contrario ¡nada de fide ha quedado! Para la nueva Iglesia, proclamar que el hombre ha de «usar su propio juicio» en cuestiones religiosas, es afirmar que el hombre no tiene ninguna obligación de escuchar a Dios ni a su Iglesia. Tan pronto como la Iglesia posconciliar da su asentimiento a los «derechos» del «juicio privado» en cuestiones religiosas, debe aceptar, e incluso inclinarse, ante aquellos que desafían su autoridad en tales terrenos, o de otro modo debe devenir una Iglesia «abierta» que permita una pluralidad de opiniones teológicas mutuamente exclusivas dentro de sus filas. Ninguna de estas alternativas es aceptable para la Iglesia fundada por Cristo.
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Por supuesto, es imposible para nosotros considerar todas las implicaciones que se siguen de las ambigüedades, si no de los errores manifiestos, que se encuentran en el Vaticano II. Sin embargo, no podemos dejar sin comentario una de sus tesis fundamentales -a saber, la idea de que el hombre ha evolucionado y progresado grandemente desde la era primitiva de los apóstoles. «El intelecto humano está ampliando también su dominio sobre el tiempo; sobre el pasado por medio del conocimiento histórico; sobre el futuro por el arte de proyectar y planificar. Los adelantos en biología, sicología y ciencias naturales... traen al hombre la esperanza del autoconocimiento perfeccionado... Gracias a la experiencia de las edades pasadas, al progreso de las ciencias y a los tesoros ocultos en las diferentes formas de la cultura humana, la naturaleza del hombre mismo se ha revelado más claramente y se han abierto nuevas sendas hacia la verdad». Y siendo así todo esto, se instruye a los fieles a:
«compaginar los conocimientos de las nuevas ciencias y sus doctrinas y de los más recientes descubrimientos con la moral cristiana y con la enseñanza de la doctrina cristiana, para que la cultura religiosa y la rectitud de espíritu vayan en ellos al mismo paso que el conocimiento de las ciencias y de los diarios progresos de la técnica...» ( Gaudium et Spes 62).
Ciertamente, incluso el liberal más rabioso encontraría difícil creer que tal afirmación haya emanado de esa comunidad eclesiástica que pretende ser la Iglesia Católica Romana. Dios mío, ¿cómo puede la Iglesia esperar guiar alguna vez al mundo, si ha de mezclar su moralidad y su doctrina con las teorías científicas de última hora -sí, hemos dicho «teorías»?
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Es esta idea de «progreso» la que subyace en la compulsión de los modernistas a «adaptar» la fe al mundo moderno -o como Pablo VI lo expresa con respecto a la liturgia, «en su adaptarse... a la mentalidad contemporánea». Como ha dicho Pío XII hace solo veinticinco años, son «estas falsas nociones evolucionistas con su negación de todo cuanto está fijado o es constante en la experiencia humana, las que han preparado el camino a una nueva filosofía del error». El argumento discurre sobre estas líneas: el hombre contemporáneo es el resultado de un largo y progresivo desarrollo y es mucho más inteligente que sus predecesores. Sus conocimientos de la verdad son por lo tanto más profundos y de un valor más grande que los de los hombres que vivieron hace dos mil años. La Iglesia debe aceptar estos nuevos conocimientos y adaptar a los mismos sus concepciones más antiguas. La evolución y el progreso son las fuerzas fundamentales de la naturaleza y de la existencia. Por lo tanto, la verdad y la Iglesia deben evolucionar junto con el hombre y el mundo. Como señala Avery Dulles, S.J., «Las formulaciones doctrinales tradicionales fueron forjadas a la luz de una visión general del mundo que ahora ha devenido anticuada; una fidelidad incondicional a una sola visión del universo, tal como la fe cristiana parece requerir, impresiona a la mente moderna como fanática y “poco científica”... La pretensión de que alguna fuente privilegiada... contiene la totalidad de la verdad salvadora es igualmente disgustosa... La aserción de que una revelación divina ya estaba completa en el primer siglo de nuestra era, parece completamente antitética con el concepto moderno de progreso». Así pues, si el hombre moderno ha cambiado la Iglesia, debe cambiar o morir.
¿Qué es después de todo un «modernista», sino uno que querría «modernizar» la Iglesia, haciéndola «entrar en el siglo XX» y haciéndola reconocer y admitir «los modelos normativos del pensamiento contemporáneo»? No está interesado en que la Iglesia utilice los teléfonos y todos los demás artilugios del mundo actual, sino en modernizar su pensamiento y su enseñanza. Querría hacer desaparecer del carácter de la Iglesia todo «absolutismo» y todo «rigorismo medieval», y hacerla «aceptable y amable para el hombre moderno. Ahora bien, ¿qué es el «hombre moderno» y cuáles son sus«modelos normativos de pensamiento»? Si puede ser caracterizado de alguna manera, el hombre moderno es un individuo que no cree en ninguna verdad absoluta y que sostiene que él mismo es la fuente y el criterio de todos los juicios de valor. Sostiene que todas las verdades son relativas y que la opinión de un hombre es tan buena como la de otro. Cree que es en este mundo donde el hombre encuentra su significado y su propósito; que la moralidad se hace necesaria para lo que él llama el «contrato social»; y que la virtud es solo «egoísmo ilustrado». El hombre, en tanto que hombre, es el centro de su universo y la actividad más altruista que puede entender es «servir a la humanidad». El católico modernista (si es que tal frase tiene algún sentido) es un hombre que ha perdido la fe, un hombre que no cree en una Revelación divina proveniente de arriba, ni en un «depósito de la fe», ni en una Iglesia cuya función es conservar este depósito. Como lo señala George Santayana: «el modernismo... es el amor de toda la cristiandad en aquellos que perciben que todo es una fábula. Es el apego histórico a su Iglesia por parte de un católico que ha descubierto que es un pagano... Es la última de esas concesiones al espíritu del mundo que siempre han hecho los profetas medio fieles y de doble intención; pero es una concesión mortal. Lo concede todo; pues concede que todo en la cristiandad, según lo sostienen los cristianos, es una ilusión».
Ahora bien, de hecho, estos conceptos de «progreso» y de «evolución» son los seudodogmas y seudomitos más perniciosos que el mundo ha producido nunca. Esto no es afirmar que no existen, pero su existencia es parcial y de una aplicabilidad enteramente limitada, y nunca sin su contrapartida de degradación y de degeneración. La Verdad, siendo atemporal e inmutable, está claramente inmune de tales «fuerzas» de cambio. Sin embargo, lo que es radicalmente falso es suponer que nuestros antepasados eran intelectual, espiritual o moralmente nuestros inferiores. Proponer esto es la más infantil de las ilusiones, pues la flaqueza humana puede alterar su estilo en el curso de la historia pero no su naturaleza. Basado sobre estos falsos conceptos, el hombre sueña con construir un mundo tan perfecto que nadie necesitará ser bueno, y cree que todos los problemas que le afectan serán erradicados en algún tiempo futuro. (Es el «debemos construir el mejor mundo para nuestros hijos»). Estos conceptos son de hecho «el opio de los pueblos», pues mantienen una falsa esperanza para el hombre moderno -una colectividad desesperada, privada del significado de la vida. Son la antítesis de todo cuanto es tradicional. No hay que sorprenderse entonces de que la Iglesia se haya opuesto a ellos vigorosamente.
«La doctrina de la fe que Dios ha revelado no ha sido propuesta a las inteligencias humanas para ser perfeccionada por ellas como si fuera un sistema filosófico, sino como un depósito divino confiado a la Esposa de Cristo para ser fielmente guardado e infaliblemente interpretado». Concilio Vaticano I
Sin embargo, es sobre la base de estas falsas ideas de «progreso» y de «evolución», de la necesidad de «apuntalar» a la cristiandad adaptándola a los modos de pensamiento contemporáneo, como la llamada «alianza nórdica» introdujo una multitud de enseñanzas cuestionables en las enseñanzas aparentemente «oficiales» de la Iglesia. Todas ellas están entre aquellas de las que habla Pío XI en su Encíclica Mortalium Animos («Sobre la muerte de las almas»):
«Estas infortunadas almas que están infectadas con estos errores creen que la verdad dogmática no es absoluta, sino relativa, y que es capaz de adaptarse a las variables exigencias del tiempo, del lugar y de las múltiples necesidades de las diferentes almas; que no depende de una Revelación inmutable, sino que debería por su naturaleza acomodarse a la vida del hombre.»
Sin embargo, fueron condenadas con anterioridad y permanecen condenadas hoy por el Magisterio Tradicional:
«Uno debe condenar... todo cuanto parezca estar animado por el insano espíritu de la novedad; todo cuanto haga irrisión de la piedad de los fieles o sugiera nuevas orientaciones para la vida cristiana; todo cuanto sugiera nuevas directrices a seguir por la Iglesia o nuevas esperanzas o aspiraciones que sean más provechosas para las almas de los católicos de los días modernos; todo cuanto implique una nueva vocación social para el sacerdocio o para la civilización cristiana; de hecho (uno debe condenar) todas las ideas que recuerden remotamente estos conceptos.»
«Si alguien dijera que, debido al progreso científico, puede ser posible alguna vez interpretar los dogmas de la Iglesia en un sentido diferente del que la Iglesia comprendió y comprende ¡que sea anatema!»
No es la Iglesia la que ha devenido «irrelevante», ni la que está por lo tanto en necesidad de «adaptarse» al hombre moderno, sino que es el «hombre moderno», una colectividad que busca por encima de todo evitar «la única cosa necesaria», el que está en necesidad de adaptarse a la religión. Como ha dicho S Pío X en su encíclica E Supremi Apostolatus, «¿Quién puede dejar de ver que en el presente la sociedad está sufriendo más que en ninguna época pasada de una terrible y radical enfermedad que, desarrollándose cada día y carcomiendo su ser mismo, la está arrastrando a su destrucción? Comprended Venerables Hermanos, esta enfermedad es la apostasía de Dios... Debemos utilizar todos los medios y aplicar todos los esfuerzos para provocar la total desaparición de esa enorme y detestable iniquidad tan característica de nuestro tiempo -la sustitución de Dios por el hombre». El argumento modernista es, por el contrario, el exacto opuesto de este, pues sostiene que el Padre del «hijo pródigo» debe ir y comer bazofia con la progenie rebelde. Lo que ha resultado del Vaticano II no es un «rejuvenecimiento de la Fe», sino un «pisto teológico». Ha sido creada una nueva institución -para utilizar las palabras del Cardenal Benelli, «una nueva eclesiología» -la autodenominada «Iglesia Posconciliar», una Iglesia que, como ha dicho Pablo VI:
«Busca adaptarse a las lenguas, a las costumbres y a las inclinaciones de los hombres de nuestros tiempos, hombres completamente absorbidos en la rapidez de la evolución material y en las necesidades similares de sus circunstancias individuales. Esta “apertura” es de la esencia misma de la (nueva) Iglesia... LAS RESTRICCIONES DE LA ORTODOXIA NO COINCIDEN CON LA CARIDAD PASTORAL».
Una nueva Iglesia, una iglesia con «una eclesiología diferente», una Iglesia que cumple los sueños del francmasón Eliphas Levi. Consideremos la forma de este sueño de Levi-atán como Eliphas Levi lo expuso en el año 1862:
«Vendrá un día en que el Papa, inspirado por el Espíritu Santo, declarará levantadas todas las excomuniones y retractados todos los anatemas, en que todos los cristianos estarán unidos dentro de la Iglesia, en que los judíos y los muslimes serán benditos e invitados a ella. Conservando la unidad e inviolabilidad de sus dogmas, la Iglesia permitirá que todas las sectas se acerquen a ella por grados, y abrazará a todos los hombres en la comunión de su amor y sus oraciones. Entonces no existirán ya los protestantes. ¿Contra qué iban a protestar? El Soberano Pontífice será entonces el rey del mundo religioso, y hará cualquier cosa que quiera con todas las naciones de la tierra. Es necesario extender este espíritu de caridad universal...»
Tampoco debería pensarse que esta es la primera vez que ha ocurrido una tal apostasía casi generalizada. Considérese la siguiente cita tomada del libro de los Macabeos:
«En aquellos días surgieron de Israel hombres inicuos, que persuadieron a muchos, diciendo, vayamos y hagamos un pacto con los idólatras que nos rodean: puesto que desde que nos hemos apartado de ellos, hemos tenido mucha aflicción. Entonces algunas gentes de entre ellos se adelantaron y fueron al Rey quien les dio licencia para hacer según las ordenanzas de los idólatras... (y ellos) se hicieron a sí mismos incircuncisos, y abandonaron la santa alianza, y se juntaron con los idólatras...»
Verdaderamente, como dijo el Cardenal S. Juan Fisher antes de su martirio «El fuerte es traicionado inclusive por aquellos que deberían haberle defendido»
"..al disertar acerca de la filosofía, historia y crítica, muestran de mil maneras su desprecio de los maestros católicos, Santos Padres, concilios ecuménicos y Magisterio eclesiástico, sin horrorizarse de seguir las huellas de Lutero; y si de ello se les reprende, quejánse de que se les quita la libertad" (Enciclica Pascendi no. 17, San Pío X )
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