"Tenemos un altar, del que no pueden comer los que sirven en el tabernáculo" Heb. 13,10). El altar se refiere siempre a un sacrificio ofrecido por un sacerdote. Altar, sacerdote y sacrificio van al unísono, como lo decía San Juan Crisóstomo: "Nadie puede ser sacerdote sin sacrificio". Como los protestantes rechazan expresamente el sacrificio de la misa y el sacerdocio del preste, no tienen tampoco necesidad propiamente hablando de altar.
En todas las religiones antiguas, el sacerdote, como sacrificador, escogido entre los hombres (Cf. Hebr. 5,1), se sitúa delante del altar y delante del santuario (que es la representación de Dios). De igual forma, los que asisten a la celebración del sacrificio, se acercan al altar, a fin de estar en comunión con éste, por mano del sacerdote sacrificador, como escribió San Pablo: "¿Los que comen de las víctimas no están en comunión con el altar?" (1 Cor. 10,8).
En el transcurso de estos últimos veinte años, se ha operado un cambio en nuestra concepción del sacrificio. Personalmente, creo que la introducción de altares cara al pueblo y la celebración orientada hacia éste, es mucho más grave y engendradora de problemas para la evolución futura, que el nuevo misal. Porque en la base de esta nueva colocación del sacerdote con respecto al altar (y sin duda alguna, se trata aquí de una innovación, no de un retorno a una costumbre de la Iglesia primitiva) hay una nueva concepción de la misa, que hace de ella una "comunidad del banquete eucarístico".
Todo lo que primaba hasta ahora, la veneración cultual y la adoración a Dios, así como el carácter sacrificial de la celebración, considerada como representación mística y actualización de la muerte y resurrección del Señor, pasa a segundo plano. Lo mismo la relación entre el sacrificio de Cristo y nuestro sacrificio de pan y vino apenas aparece. En nuestro opúsculo "Das opfer der Kirche " (El sacrificio de la Iglesia) trató en detalle esta cuestión.
No soy de los que piensan que las formas del altar, tal como se habían constituido en el curso de los últimos siglos, y se habían conservado hasta el Concilio Vaticano II, no se puedan modificar. Al contrario, me gustaría que se volviese a formas simples, tal como las que habitualmente estaban en uso en el primer milenio, tanto en la Iglesia de Oriente, como en la de Occidente (y aún hoy día en Oriente), formas que ponían muy en relieve el carácter del altar cristiano, lugar del sacrificio del Nuevo Testamento.
La necesidad de exponer en detalle, pero de forma comprensible para todos, el problema que plantean los modernos altares cara al pueblo, así como el celebrante vuelto a la asamblea, me surgió leyendo las numerosas cartas de los lectores publicadas el pasado año, durante muchos meses, en el Deutsche Tagespost. Estas cartas prueban que en lo que concierne a la evolución histórica del altar, muchas cosas quedan confusas; y que muchos errores, sobre todo referentes a los primeros tiempos de la Iglesia, parecen que se han anclado en el espíritu de las gentes. Por todo esto he decidido con toda intención tener en cuenta las preguntas propuestas por los lectores en sus cartas.
Mons. Klaus Gamber
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